En un pequeño pueblo rodeado de montañas, vivía Doña Luz, una mujer conocida por sus tacos que, según los habitantes, tenían el poder de alegrar cualquier corazón triste. Su secreto no era un condimento mágico ni un ingrediente exótico, sino una filosofía simple:
“Si la vida te da limones, pónselos a tus tacos”.
Doña Luz había aprendido esta lección tras años de altibajos. Perdió a su esposo muy joven y, con dos hijos pequeños, comenzó a vender tacos en un humilde puesto de madera. Al principio, apenas podía mantener el negocio. Los días eran duros, y las noches aún más. Sin embargo, cada mañana, al exprimir limones frescos sobre su carne al pastor, se decía a sí misma:
“Esto le da sabor al día, y yo le daré sabor a la vida”.
Un día, llegó al pueblo un joven forastero llamado Mateo, quien parecía llevar consigo una nube de tristeza. Mientras comía un taco de Doña Luz, suspiró profundamente. Ella, con su sonrisa cálida, le dijo:
—Hijo, ¿qué te pasa?
Parece que cargas el peso del mundo en esos hombros.
—Doña, siento que todo me sale mal —respondió él—. Perdí mi trabajo, mis amigos me dejaron de hablar, y ahora estoy aquí, sin saber qué hacer.
—Mira, muchacho, la vida a veces te da cosas que no esperas, como limones. Y si no sabes qué hacer con ellos, lo único que te queda es usarlos para hacer algo mejor. ¿Ves este taco? Sin limón, sería solo carne y tortilla. Pero con limón, ¡es una fiesta en la boca! Así es la vida: lo amargo puede darle sabor a lo bueno.
Mateo rió por primera vez en semanas y, inspirado por las palabras de Doña Luz, decidió quedarse en el pueblo. Comenzó a trabajar en el puesto de tacos, aprendiendo no solo a prepararlos, sino también a saborear la vida, incluso en los momentos difíciles.
Años después, el pequeño puesto de Doña Luz se convirtió en un restaurante famoso. En la entrada, un cartel escrito por Mateo recordaba a todos:
“Si la vida te da limones, no te quejes. Haz tacos, agrégales limón, y sigue adelante.”
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